El dia en que nací
De pronto el escenario cambió abruptamente, la calidez y alegría fue reemplazada por desesperación y oscuridad. El oxígeno escapaba rápida y peligrosamente de mis pulmones, el cordón umbilical se había enredado en mi cuello e intentaba dejarme atrapada en una oscuridad eterna, desesperada hice lo posible por salvarme pero mis manos torpes y pequeñas no pudieron hacer nada.
Justo en el momento en que pensé que había perdido la batalla, volví a ver la luz, me salvaron del cordón que me aprisionaba y pude respirar al fin.
El silencio reinaba en la habitación, no hubo llanto de mi parte, no aún cuando el malvado doctor me dio una palmada para obligarme a llorar. Según cuenta mi madre, quien nunca me ha mentido, dirigí mis ojos hacia el médico y lo miré por largo tiempo, indignada y con el ceño fruncido reprochándole por el acto de violencia cometido en mi contra.
Después levanté la cabeza e hice una detallada inspección del ambiente, todo era rosada, excepto por las armas de guerra, filudas y metálicas, que yacían amenazantes sobre una mesa, volteé la cabeza, horrorizada y decidí centrarme en algo más interesante. En una cama, despeinada y exhausta esta mi madre, a quien reconocí de inmediato, su estado era la prueba de lo terrible y arduo que había sido el combate que habíamos ganado a base de mucho esfuerzo. A su lado estaba una niña de casi cuatro años, con tres largas trenzas francesas que amarraban sus cabellos. Ella saltaba de un lado a otro cogiendo su pequeño bolso con forma de gato, mientras muy cerca de ella estaba mi papá, quien tendía abundante cabello y una horripilante barba. No pude contener mi horror al verlo así que grité con todas las fuerzas que pude, pataleé, arremetí con violencia en contra del doctor que me sujetaba y contemplaba atónito el primero de mis muchos berrinches.